domingo, 21 de octubre de 2007

LECTURA 10

Para tu lectura semanal, escoge uno de los siguientes cuentos de Gábriel García Márquez.
Espantos de agosto
Gabriel García Márquez
Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
-El más grande -sentenció- fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. "Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos". Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.
UN DÍA DE ESTOS
Gabriel García Márquez
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escobar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos. Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella. Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. -- Papá. -- Qué -- Dice el alcalde que si le sacas una muela. -- Dile que no estoy aquí. Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo. -- Dice que sí estás porque te está oyendo. El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo: -- Mejor. Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. -- Papá. -- Qué. Aún no había cambiado de expresión. -- Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro. Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver. -- Bueno --dijo--. Dile que venga a pegármelo. Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente: -- Siéntese. -- Buenos días --dijo el alcalde. -- Buenos --dijo el dentista. Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca. Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de obsevar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos. -- Tiene que ser sin anestesia --dijo. -- ¿Por qué? -- Porque tiene un absceso. El alcalde lo miró en los ojos. -- Esta bien --dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista. Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo: -- Aquí nos paga veinte muertos, teniente. El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio. -- Séquese las lágrimas --dijo. El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondadoy una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese --dijo-- y haga buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. -- Me pasa la cuenta -dijo. -- ¿A usted o al municipio? El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica: -- Es la misma vaina.
SÓLO VINE A HABLAR POR TELÉFONO
Gabriel García Márquez

Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un
automóvil alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como actriz de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
— No importa — dijo María—. Lo único que necesito es un teléfono. Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina de asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia y el traqueteo del autobús. La
mujer la interrumpió con el índice en los labios.
— Están dormidas — murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de
edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la
suya. Contagiada de su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor
de la lluvia. Cuando despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno
helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del
mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud alerta.
— ¿Dónde estamos? — le preguntó María.
— Hemos llegado — contestó la mujer.
El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que
parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas
apenas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto
militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario.
Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia en la penumbra del patio que
parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas.
Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron en la puerta
del autobús, y les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían
en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de
despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que
se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en la portería.
— ¿Habrá un teléfono? — le preguntó María.
— Por supuesto — dijo la mujer—. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. «En el camino se
secan», le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó:
«Buena suerte». El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con
una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: «¡Alto he dicho!»
María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le
indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al
portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con
palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos muy dulces:
— Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un
dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir
las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más
alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían
escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de
que no llevara su identificación.
— Es que yo sólo vine a hablar por teléfono — le dijo María.
Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El
marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres
compromisos hasta la media noche, y quería avisarle que no estaría a tiempo para acompañarlo.
Iban a ser las siete. El debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía
que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.
— ¿Cómo te llamas? — le preguntó.
María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de
repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada
que decir, se encogió de hombros.
— Es que yo sólo vine a hablar por teléfono—
dijo María.
— De acuerdo, maja — le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura
demasiado ostensible para ser real—, si te portas bien podrás hablar por teléfono con
quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del
autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad, estaban apaciguadas
con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras
heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo
del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de
mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María
la miró de través paralizada por el terror.
— Por el amor de Dios — dijo—. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por
teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella
energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la
encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su
brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se
resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue
amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión
corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una
turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes
del amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las
muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la
mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero,
tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de
sus propias miserias.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un
remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura
de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de
vivir. Era el director del sanatorio.
Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio
encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.
— Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras — le dijo el médico, con una voz
adormecedora—. No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los
tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le
arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su
incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por
la primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la
escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de
una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su
marido.
El médico se incorporó con toda la majestad de su rango. «Todavía no, reina», le dijo,
dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. «Todo se hará a
su tiempo». Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.
— Confía en mí — le dijo.
Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un
comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad.
Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio
de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera
vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él
entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de
semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la
noche.
En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco
estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo
compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que
se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago
distinto. El estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en
la suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café
concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses
que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de
cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María
contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había
ocurrido.
De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor
de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento
aciago de cómo podría ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando
encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se olvidó
de darle la comida al gato.
Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en
realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el
Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irredimible, pero el tacto
y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en
esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a
nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo
había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con
llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María
había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un
sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de
sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y
ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco
años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando
agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia
Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos
inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una
carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor
desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la
escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual
abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus
padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le
prometió mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una
determinación invencible. «Hay amores cortos y hay amores largos», le dijo ella. Y
concluyó sin misericordia: «Este fue corto». El se rindió ante su rigor. Sin embargo, una
madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un
año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la
larga cola de espuma de las novias vírgenes. María le contó la verdad. El nuevo novio,
viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la
iglesia católica, la había dejado vestida y esperándolo en el altar. Sus padres decidieron
hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se
pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media
noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde
las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. «¿Y ahora
hasta cuándo?», le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: «El
amor es eterno mientras dura». Dos años después, seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el
oficio como en la cama. A fines del año anterior habían asistido a un congreso de magos
en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho
meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán
barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había
sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue
a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del
lunes. Al amanecer del jueves todavía no había dado señales de vida.
El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por
teléfono a la casa para preguntar por María. «No sé nada», dijo Saturno. «Búsquenla en
Zaragoza». Colgó. Una semana después un policía civil fue a la casa con la noticia de que
habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos
kilómetros del lugar en que María lo abandonó. El agente quería saber si ella
tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo
miró para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había
fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el
agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró
cerrado.
El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida
en Cadaqués, adonde Rosa Regás los había invitado a navegar a vela. Estábamos en el
Marítimo, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo,
alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos
seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de
cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos
viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le
dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un
adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra
que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la
tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de
algodón crudo, y unas abarcas de labrador.
No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta,
con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de
caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y
por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían
estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y
un número de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente
lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo:
veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una
fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de
señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa.
Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas,
desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que
encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su
martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. «El señorito se ha
ido», le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación
de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.
— Aquí no vive ninguna María — le dijo la mujer—. El señorito es soltero.
— Ya lo sé — le dijo él—. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
— ¿Pero quién cono habla ahí? i.
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no
era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días
siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio
razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya
célebres entre los trasnochadores impenitentes de La gauche divine, y le contestaban con
cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba
solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por
la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y
tomó la determinación de olvidar a María.
A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía
picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de
madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el
lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina
bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y a otros oficios de iglesia que ocupaban la
mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar
en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia
frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del
claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano
terminaban por integrarse a la comunidad. La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros
días por una guardiana que los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le
agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarros de papel periódico
que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas en la basura, pues la obsesión
de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que
se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la
penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba
también en el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada
por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que la oyera su vecina de
cama:
— ¿Dónde estamos?
La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
— En los profundos infiernos.
— Dicen que esta es tierra de moros — dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del
dormitorio—. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oyen los perros
ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La
cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse
de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin
rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio
concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. «Tendrás
todo», le decía, trémula. «Serás la reina». Ante el rechazo de María, la guardiana cambió
de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la
bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de
estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la
noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la
cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le
besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yertos, las piernas exhaustas. Por
último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia,
se atrevió a ir más lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la
mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del
escándalo de las reclusas alborotadas.
— Hija de puta — gritó—. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas
loca por mí.
El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de
emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los
balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en
Pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la
confusión, trato de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola
en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de
súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía
imitando el servicio telefónico de la hora:
— Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos.
— Maricón — dijo María.
Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una
ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no
estuvo segura de que fuera el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó
el timbre familiar con su tono ávido y triste, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin
la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.
— ¿Bueno?
Tuvo que esperar a que pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.
— Conejo, vida mía — suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y la
voz enardecida por los celos escupió la palabra:
— ¡Puta!
Y colgó en seco.
Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del
generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó
bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que
trataron de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la
puerta, con los brazos cruzados, mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta
el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le
inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada,
María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer
por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común,
se levantó en puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.

El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La
guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó
con un índice inexorable.
— Si alguna vez se sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta
de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en
su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe
afectuoso sobre el estado de la esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo,
pues el primer dato de su ingreso era el registro oficial dictado por él cuando la
entrevistó. Una investigación iniciada el mismo día no había concluido en nada. En todo
caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa.
Saturno protegió a la guardiana.
— Me lo informó la compañía de seguros del coche — dijo.
El director asintió complacido. «No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo», dijo.
Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:
— Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago
le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicara. Sobre todo
en la manera de tratarla, para evitar que recayera en sus arrebatos de furia cada vez
más frecuentes y peligrosos.
— Es raro — dijo Saturno—. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El médico hizo un ademán de sabio. «Hay conductas que permanecen latentes durante
muchos años, y un día estallan», dijo. «Con todo, es una suerte que haya caído aquí,
porque somos especialistas en casos que requieren mano dura». Al final hizo una
advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
— Sígale la corriente — dijo.
— Tranquilo, doctor — dijo Saturno con un aire alegre—. Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era el antiguo locutorio del convento.
La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar.
María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero
sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color de fresa
y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible,
estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni
asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron
un beso de rutina.
— ¿Cómo te sientes? — le preguntó él.
— Feliz de que al fin hayas venido, conejo — dijo ella—. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del
claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin
cerrar los ojos por el terror.
— Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor
que el otro — dijo, y suspiró con el alma—: Creo que nunca volveré a ser la misma.
— Ahora todo eso pasó — dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices
recientes de la cara—. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más, si el director me lo
permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó,
en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los pronósticos del
médico. «En síntesis», concluyó, «aún te faltan algunos días para estar recuperada por
completo». María entendió la verdad.
— ¡Por Dios, conejo! — dijo, atónita—. ¡No me digas que tú también crees que estoy
loca!
— ¡Cómo se te ocurre! — dijo él, tratando de reír—. Lo que pasa es que será mucho
más conveniente para todos que sigas por un tiempo aquí. En mejores condiciones, por
supuesto.
— ¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! — dijo María.
Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la
mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María
interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente.
Entonces se aferró al cuello del marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó
de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por
la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le
pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
— ¡Vayase!
Saturno huyó despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio
con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran Leotardo, el sombrero
de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró con la camioneta de
feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que
las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas.
Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir al marido, sino inclusive a
verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.
— Es una reacción típica — lo consoló el director—. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno
hizo lo imposible por que le recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió
cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del
hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si le llegaban a María, hasta que lo
venció la realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de
Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además
se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció.
Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza
rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y encinta a más no
poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que
pudo, y resolviéndole algunas urgencias imprevistas, hasta un día en que sólo encontró
los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos
ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y
contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó también el gato, porque ya se le había
acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.