lunes, 22 de octubre de 2007

LECTURA 10

Para tu lectura semanal, escoge uno de los siguientes textos de Gabriel García Marquez.

MARIONETA DE TRAPO.
¿Gabriel García Márquez?
"Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo.Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.

Dormiría poco, soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz.Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás duermen.Escucharía cuando los demás hablan, ¡y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate!
Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando descubierto, no solamente mi cuerpo sino mi alma.Dios mío, si yo tuviera un corazón, escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol. Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat seria la serenata que les ofrecería a la luna.Regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos...Dios mío, si yo tuviera un trozo de vida...
No dejaría pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero.Convencería a cada mujer u hombre de que son mis favoritos y viviría enamorado del amor.A los hombres les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, ¡sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse!A un niño le daría alas, pero le dejaría que él solo aprendiese a volar.A los viejos les enseñaría que la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido.Tantas cosas he aprendido de ustedes, los hombres...
He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña, sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada. He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por vez primera, el dedo de su padre, lo tiene atrapado por siempre.
He aprendido que un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse.Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero realmente de mucho no habrán de servir, porque cuando me guarden dentro de esa maleta, infelizmente me estaré muriendo."

domingo, 21 de octubre de 2007

LECTURA 10

Para tu lectura semanal, escoge uno de los siguientes cuentos de Gábriel García Márquez.
Espantos de agosto
Gabriel García Márquez
Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
-El más grande -sentenció- fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. "Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos". Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.
UN DÍA DE ESTOS
Gabriel García Márquez
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escobar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos. Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella. Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. -- Papá. -- Qué -- Dice el alcalde que si le sacas una muela. -- Dile que no estoy aquí. Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo. -- Dice que sí estás porque te está oyendo. El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo: -- Mejor. Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. -- Papá. -- Qué. Aún no había cambiado de expresión. -- Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro. Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver. -- Bueno --dijo--. Dile que venga a pegármelo. Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente: -- Siéntese. -- Buenos días --dijo el alcalde. -- Buenos --dijo el dentista. Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca. Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de obsevar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos. -- Tiene que ser sin anestesia --dijo. -- ¿Por qué? -- Porque tiene un absceso. El alcalde lo miró en los ojos. -- Esta bien --dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista. Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo: -- Aquí nos paga veinte muertos, teniente. El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio. -- Séquese las lágrimas --dijo. El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondadoy una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese --dijo-- y haga buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. -- Me pasa la cuenta -dijo. -- ¿A usted o al municipio? El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica: -- Es la misma vaina.
SÓLO VINE A HABLAR POR TELÉFONO
Gabriel García Márquez

Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un
automóvil alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como actriz de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
— No importa — dijo María—. Lo único que necesito es un teléfono. Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina de asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia y el traqueteo del autobús. La
mujer la interrumpió con el índice en los labios.
— Están dormidas — murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de
edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la
suya. Contagiada de su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor
de la lluvia. Cuando despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno
helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del
mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud alerta.
— ¿Dónde estamos? — le preguntó María.
— Hemos llegado — contestó la mujer.
El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que
parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas
apenas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto
militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario.
Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia en la penumbra del patio que
parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas.
Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron en la puerta
del autobús, y les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían
en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de
despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que
se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en la portería.
— ¿Habrá un teléfono? — le preguntó María.
— Por supuesto — dijo la mujer—. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. «En el camino se
secan», le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó:
«Buena suerte». El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con
una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: «¡Alto he dicho!»
María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le
indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al
portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con
palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos muy dulces:
— Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un
dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir
las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más
alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían
escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de
que no llevara su identificación.
— Es que yo sólo vine a hablar por teléfono — le dijo María.
Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El
marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres
compromisos hasta la media noche, y quería avisarle que no estaría a tiempo para acompañarlo.
Iban a ser las siete. El debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía
que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.
— ¿Cómo te llamas? — le preguntó.
María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de
repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada
que decir, se encogió de hombros.
— Es que yo sólo vine a hablar por teléfono—
dijo María.
— De acuerdo, maja — le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura
demasiado ostensible para ser real—, si te portas bien podrás hablar por teléfono con
quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del
autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad, estaban apaciguadas
con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras
heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo
del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de
mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María
la miró de través paralizada por el terror.
— Por el amor de Dios — dijo—. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por
teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella
energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la
encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su
brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se
resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue
amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión
corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una
turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes
del amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las
muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la
mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero,
tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de
sus propias miserias.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un
remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura
de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de
vivir. Era el director del sanatorio.
Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio
encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.
— Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras — le dijo el médico, con una voz
adormecedora—. No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los
tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le
arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su
incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por
la primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la
escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de
una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su
marido.
El médico se incorporó con toda la majestad de su rango. «Todavía no, reina», le dijo,
dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. «Todo se hará a
su tiempo». Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.
— Confía en mí — le dijo.
Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un
comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad.
Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio
de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera
vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él
entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de
semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la
noche.
En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco
estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo
compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que
se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago
distinto. El estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en
la suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café
concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses
que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de
cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María
contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había
ocurrido.
De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor
de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento
aciago de cómo podría ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando
encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se olvidó
de darle la comida al gato.
Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en
realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el
Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irredimible, pero el tacto
y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en
esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a
nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo
había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con
llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María
había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un
sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de
sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y
ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco
años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando
agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia
Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos
inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una
carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor
desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la
escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual
abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus
padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le
prometió mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una
determinación invencible. «Hay amores cortos y hay amores largos», le dijo ella. Y
concluyó sin misericordia: «Este fue corto». El se rindió ante su rigor. Sin embargo, una
madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un
año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la
larga cola de espuma de las novias vírgenes. María le contó la verdad. El nuevo novio,
viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la
iglesia católica, la había dejado vestida y esperándolo en el altar. Sus padres decidieron
hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se
pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media
noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde
las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. «¿Y ahora
hasta cuándo?», le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: «El
amor es eterno mientras dura». Dos años después, seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el
oficio como en la cama. A fines del año anterior habían asistido a un congreso de magos
en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho
meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán
barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había
sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue
a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del
lunes. Al amanecer del jueves todavía no había dado señales de vida.
El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por
teléfono a la casa para preguntar por María. «No sé nada», dijo Saturno. «Búsquenla en
Zaragoza». Colgó. Una semana después un policía civil fue a la casa con la noticia de que
habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos
kilómetros del lugar en que María lo abandonó. El agente quería saber si ella
tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo
miró para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había
fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el
agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró
cerrado.
El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida
en Cadaqués, adonde Rosa Regás los había invitado a navegar a vela. Estábamos en el
Marítimo, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo,
alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos
seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de
cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos
viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le
dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un
adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra
que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la
tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de
algodón crudo, y unas abarcas de labrador.
No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta,
con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de
caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y
por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían
estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y
un número de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente
lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo:
veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una
fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de
señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa.
Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas,
desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que
encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su
martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. «El señorito se ha
ido», le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación
de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.
— Aquí no vive ninguna María — le dijo la mujer—. El señorito es soltero.
— Ya lo sé — le dijo él—. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
— ¿Pero quién cono habla ahí? i.
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no
era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días
siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio
razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya
célebres entre los trasnochadores impenitentes de La gauche divine, y le contestaban con
cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba
solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por
la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y
tomó la determinación de olvidar a María.
A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía
picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de
madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el
lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina
bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y a otros oficios de iglesia que ocupaban la
mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar
en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia
frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del
claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano
terminaban por integrarse a la comunidad. La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros
días por una guardiana que los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le
agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarros de papel periódico
que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas en la basura, pues la obsesión
de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que
se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la
penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba
también en el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada
por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que la oyera su vecina de
cama:
— ¿Dónde estamos?
La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
— En los profundos infiernos.
— Dicen que esta es tierra de moros — dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del
dormitorio—. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oyen los perros
ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La
cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse
de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin
rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio
concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. «Tendrás
todo», le decía, trémula. «Serás la reina». Ante el rechazo de María, la guardiana cambió
de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la
bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de
estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la
noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la
cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le
besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yertos, las piernas exhaustas. Por
último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia,
se atrevió a ir más lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la
mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del
escándalo de las reclusas alborotadas.
— Hija de puta — gritó—. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas
loca por mí.
El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de
emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los
balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en
Pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la
confusión, trato de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola
en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de
súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía
imitando el servicio telefónico de la hora:
— Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos.
— Maricón — dijo María.
Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una
ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no
estuvo segura de que fuera el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó
el timbre familiar con su tono ávido y triste, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin
la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.
— ¿Bueno?
Tuvo que esperar a que pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.
— Conejo, vida mía — suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y la
voz enardecida por los celos escupió la palabra:
— ¡Puta!
Y colgó en seco.
Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del
generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó
bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que
trataron de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la
puerta, con los brazos cruzados, mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta
el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le
inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada,
María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer
por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común,
se levantó en puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.

El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La
guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó
con un índice inexorable.
— Si alguna vez se sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta
de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en
su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe
afectuoso sobre el estado de la esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo,
pues el primer dato de su ingreso era el registro oficial dictado por él cuando la
entrevistó. Una investigación iniciada el mismo día no había concluido en nada. En todo
caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa.
Saturno protegió a la guardiana.
— Me lo informó la compañía de seguros del coche — dijo.
El director asintió complacido. «No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo», dijo.
Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:
— Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago
le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicara. Sobre todo
en la manera de tratarla, para evitar que recayera en sus arrebatos de furia cada vez
más frecuentes y peligrosos.
— Es raro — dijo Saturno—. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El médico hizo un ademán de sabio. «Hay conductas que permanecen latentes durante
muchos años, y un día estallan», dijo. «Con todo, es una suerte que haya caído aquí,
porque somos especialistas en casos que requieren mano dura». Al final hizo una
advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
— Sígale la corriente — dijo.
— Tranquilo, doctor — dijo Saturno con un aire alegre—. Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era el antiguo locutorio del convento.
La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar.
María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero
sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color de fresa
y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible,
estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni
asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron
un beso de rutina.
— ¿Cómo te sientes? — le preguntó él.
— Feliz de que al fin hayas venido, conejo — dijo ella—. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del
claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin
cerrar los ojos por el terror.
— Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor
que el otro — dijo, y suspiró con el alma—: Creo que nunca volveré a ser la misma.
— Ahora todo eso pasó — dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices
recientes de la cara—. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más, si el director me lo
permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó,
en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los pronósticos del
médico. «En síntesis», concluyó, «aún te faltan algunos días para estar recuperada por
completo». María entendió la verdad.
— ¡Por Dios, conejo! — dijo, atónita—. ¡No me digas que tú también crees que estoy
loca!
— ¡Cómo se te ocurre! — dijo él, tratando de reír—. Lo que pasa es que será mucho
más conveniente para todos que sigas por un tiempo aquí. En mejores condiciones, por
supuesto.
— ¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! — dijo María.
Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la
mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María
interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente.
Entonces se aferró al cuello del marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó
de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por
la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le
pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
— ¡Vayase!
Saturno huyó despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio
con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran Leotardo, el sombrero
de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró con la camioneta de
feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que
las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas.
Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir al marido, sino inclusive a
verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.
— Es una reacción típica — lo consoló el director—. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno
hizo lo imposible por que le recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió
cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del
hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si le llegaban a María, hasta que lo
venció la realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de
Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además
se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció.
Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza
rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y encinta a más no
poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que
pudo, y resolviéndole algunas urgencias imprevistas, hasta un día en que sólo encontró
los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos
ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y
contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó también el gato, porque ya se le había
acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.

sábado, 13 de octubre de 2007

Lectura 9.


Sporte scol

Daniela Bojórquez


Habría de pararse en esa tienda de donas a desayunar. Se haría más tarde para el trabajo, aunque estaría mejor que aquí, estancado en sí mismo en un pesero que avanzaría de no ser por el tráfico de la hora pico. En la cafetería de enfrente, donde venden donas de todos los colores, Jo almorzaría tranquilizándose con un café en vez de lamentarse como ahora porque otra vez es tarde para el trabajo. El jefe, si Jo llegara media hora o cuarenta y cinco minutos tarde como máximo, le soltará la retahíla constante en las últimas semanas: un empleado confiable, que ya lleva aquí un buen tiempo trabajando, no debería de llegar a estas horas a cumplir con sus obligaciones, destacaría en la empresa de no ser por sus repentinas impuntualidades.
Ya es tarde: nueve y quince. Él entra a las nueve y entraría a las diez si ya fuera subgerente; sería subgerente si redujera las ocasiones en que llega tarde; en realidad subiría de posición sin mayores problemas; se superaría —como dice el jefe—; como dicen todos. Superarse personalmente. Si no pensara en desayunar mientras se dirige al trabajo, si se ocupara en llegar a tiempo, escalaría de posición. Ganaría mejor.



Aunque no fuera en la tienda de donas, gustoso se detendría a comer algo en ese restaurante chino: nueve veinte y con qué gusto mordería ese panqué. Café con leche no caería nada mal. Es tarde. Comería lo que fuera, pero es tarde y el tráfico no ayudaría a llegar a tiempo, aunque tomara un taxi; podría meterse al metro. Se siente presionado: ésta es una mañana en la que su mamá le diría Apúrate Jo, que pierdes el camión.



También se le había hecho tarde el día en que mochila a la espalda, lonchera en mano, con hambre y muy pocas ganas de llegar a clase de matemáticas, corrió hacia el autobús, y al subir todos los niños le gritaron ¡Sé! , ¡Sé! , ¡Sé! Creían que a Jo le faltaba medio nombre, fue el día en que no pudo más y se sentó en el último lugar que quedaba, en la parte trasera del camioncito escolar, y tuvo que soportar a diecisiete niños gritándole ¡Sé! , ¡Sé! , ¡Sé! y riéndose mientras él se ponía rojo y con las manos sudadas apretaba el asa de la lonchera con todas sus fuerzas, y cuando al fin llegó a su lugar musitó algo así como pinchs pendjs, palabras que había aprendido del conductor días atrás, y fue el día en que un niño lo acusó con el chofer, y el chofer lo acusó con la directora por ser un niño mal hablado, sin mencionar la burla de los compañeros porque eso hubiera implicado aceptar su falta de control sobre los alumnos. Fue el mismo día en que la maestra mandó llamar a la mamá, la que ofreció disculpas por tener un hijo tan grosero, en una conversación en la que no hablaron del coro burlón en la mañana ni del diario sufrimiento de Jo con su medio nombre y sus medias ganas, conversación en que la madre prometió mantener calmado al niño.



Así fue como Jo llegó a la conclusión de que no hacer y no decir causa menos problemas, y se la pasaba sentado hasta atrás en el salón y en el transporte escolar, donde leía una y otra vez la frase Un hombre es lo que le pasó a un niño, que estaba pegada tras el chofer del camioncito amarillo que trajo y llevó a Jo durante nueve largos años, camioncito al que en su letrero frontal le faltaban algunas letras y podía leerse sporte scol, detallitos, de todos modos cualquiera notaba que ése era un camión escolar.



Ojalá este día fuera como esos días de escuela, porque tendría su lonchera en la mano y podría comer algo. Nueve veintiocho. ¿Desayunar o ir al trabajo? Jo debate en su cerebro las dos opciones mientras mira la fila interminable de automóviles y camiones en la avenida; sus manos sudan el tubo donde se sostiene, mientras por la radio anuncian una marcha en la zona donde trabaja y el pesero está detenido, ahora frente a un local donde venden churros.
Jo no llegará al trabajo, le descontarán el día y tendrá menos dinero para sus hijos, para que vayan a la escuela y después puedan trabajar y ganar dinero para mandar a los hijos a la escuela, hijos que a su vez estudiarán para conseguir un buen trabajo. Que le descuenten un día son detallitos, son como letras que faltan, da lo mismo, de todos modos se entiende, como daba lo mismo que en el camión se leyera sporte scol, como da lo mismo llamarse Jo, tener medio nombre o medias ganas y ser otro de los miles que hoy decidieron faltar al trabajo y están bien, al fin y al cabo.

sábado, 6 de octubre de 2007

Lectura 8



Anacleto Morones
Juan Rulfo
(El llano en llamas)



¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas juntas, en procesión. Vestidas de negro, sudando como mulas bajo el mero rayo del sol. Las vi desde lejos como si fuera una recua levantando polvo. Su cara ya ceniza de polvo. Negras todas ellas. Venían por el camino de Amula, cantando entre rezos, entre el calor, con sus negros escapularios grandotes y renegridos, sobre los que caía en goterones el sudor de su cara.
Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo y a quién buscaban. Por eso me di prisa a esconderme hasta el fondo del corral, coriendo ya con los pantalones en la mano.
Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: "¡Ave María Purísima!"
Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada, solamente sentado allí con los pantalones caídos, para que ellas me vieran así y no se me arrimaran. Pero sólo dijeron: ¡Ave María Purísima!" Y se fueron acercando más.
¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mi, todas juntas, apretadas como en manojo, chorreando sudor y con los pelos untados a la cara como si les hubiera lloviznado.
-Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Desde Amula venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que estabas en tu casa; pero no nos figuramos que estabas tan adentro; no en este lugar ni en estos menesteres. Creímos que habías entrado a darle de comer a las gallinas, por eso nos metimos.Venimos a verte.
­¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro!
-¡Dígame qué quieren! -les dije, mientras me fajaba los pantalones y ellas se tapaban los ojos para no ver.
-Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo Santiago y en Santa Inés, pero nos informaron que ya no vivías allí, que te habías mudado a este rancho. Y acá venimos. Somos de Amula.
Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado sus nombres, pero me hice el desentendido.
-Pues si Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado, gracias a Dios.
Las convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se sentaran. Les pregunte que Si tenían hambre o que si querían aunque fuera un jarro de agua para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con escapularios.
-No, gracias -dijeron-. No venimos a darte molestias. Te traemos un encargo. ¿Tu me conoces, verdad, Lucas Lucatero? -me preguntó una de ellas.
-Algo-le dije - Me parece haberte visto en alguna parte. ¿No eres, por casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó robar por Homobono Ramos?
-Soy, si, pero no me robó nadie. esas fueron puras maledicencias. Nos perdimos los dos buscando garambullos. Soy congregante y yo no hubiera permitido de ningún modo...
-¿Qué, Pancha?
­¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se te quita lo de andar criticando gente. Pero, ya que me conoces, quiero agarrar la palabra para comunicarte a lo que venimos.
-¿ No quieren ni siquiera un jarro de agua? -les volví a preguntar.
-No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no te vamos a desairar.
Les traje una jarra de agua de arrayán y se la bebieron. Luego les traje otra y se la volvieron a beber. Entonces les arrimé un cántaro con agua del río. Lo dejaron allí, pendiente, para dentro de un rato, porque, según ellas, les iba a entrar mucha sed cuando comenzara a hacerles la digestión.
Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros vestidos puercos de tierra. Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de Crescenciano, de Toribio el de la taberna y de Anastasio el peluquero.
¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta. Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni de dónde escoger.
-¿Y qué buscan por aquí?
-Venimos a verte.
-Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se preocupen.
-Te has venido muy lejos. A este lugar escondido. Sin domicilio ni quien dé razón de ti. Nos ha costado trabajo dar contigo después de mucho inquirir.
-No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera de la gente. ¿Y qué misión traen, si se puede saber? -les pregunté.
-Pues se trata de esto... Pero no te vayas a molestar en darnos de comer. Ya comimos en casa de la Torcacita. Allí nos dieron a todas. Así que ponte en juicio. Siéntate aquí enfrente de nosotras para verte ypara que nos oigas.
Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral. Oía el cacareo de las gallinas y me daban ganas de ir a recoger los huevos antes que se los comieran los conejos.
-Voy por los huevos -les dije.
-De verdad que ya comimos. No te molestes por nosotras.
-Tengo allí dos conejos sueltos que se comen los huevos. Orita regreso.
Y me fui al corral.
Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta que daba al cerro y dejar plantada a aquella sarta de viejas canijas.
Le eché una miradita al montón de piedras que tenía arrinconado en una esquina y le vi la figura de una sepultura. Entonces me puse a desparramarlas, tirándolas por todas partes, haciendo un reguero aquí y otro allá. Eran piedras de río, boludas, y las podía aventar lejos. ­¡Viejas de los mil judas ! Me habían puesto a trabajar. No sé por qué se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé. Les regalé los huevos.
¿Mataste los conejos? Te vimos aventarles de pedradas. Guardaremos los huevos para dentro de un rato. No debías haberte molestado.
-Allí en el seno se pueden empollar, mejor déjenlos afuera.
-¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se te quita lo hablantín. Ni que estuviéramos tan calientes.
-De eso no sé nada. Pero de por sí está haciendo calor acá afuera
Lo que yo quería era darles largas. Encaminarlas por otro rumbo, mientras buscaba la manera de echarlas fuera de mi casa y que no les quedaran ganas de volver. Pero no se me ocurría nada.
Sabía que me andaban buscando desde enero, poquito después de la desaparición de Anacleto Morones. No faltó alguien que me avisara que las viejas de la Congregación de Amula andaban tras de mí.Eran las únicas que podían tener algún interes en Anacleto Morones. Y ahora allí las tenía.
Podía seguir haciéndoles plática o granjeándomelas de algún modo hasta que se les hiciera de noche y tuvieran que largarse. No se hubieran arriesgado a pasarla en mi casa.
Porque hubo un rato en que se trató de eso: cuando la hija de Ponciano dijo que querían acabar pronto su asunto para volver temprano a Amula. Fue cuando yo les hice ver que por eso no se preocuparan, que aunque fuera en el suelo había allí lugar y petates de sobra para todas. Todas dijeron que eso sí no, porque qué iría a decir la gente cuando se enteraran de que habían pasado la noche solitas en mi casa y conmigo allí dentro. Eso sí que no.
La cosa, pues, estaba en hacerles larga la plática,hasta que se les hiciera de noche, quitándoles la idea que les bullía en la cabeza. Le pregunté a una de ellas:
-¿Y tu marido qué dice?
-Yo no tengo marido, Lucas. ¿No te acuerdas que fui tu novia? Te esperé y te esperé y me quedé esperando. Luego supe que te habías casado. Ya a esas alturas nadie me quería.
-¿Y luego yo? Lo que pasó fue que se me atravesaron otros pendientes que me tuvieron muy ocupado; pero todavía es tiempo.
-Pero si eres casado, Lucas, y nada menos que con la hija del Santo Niño. -¿Para qué me alborotas otra vez? Yo ya hasta me olvidé de ti.
-Pero yo no. ¿Cómo dices que te llamabas?
-Nieves... Me sigo llamando Nieves. Nieves García. Y no me hagas llorar, Lucas Lucatero. Nada más de acordarme de tus melosas promesas me da coraje.
-Nieves... Nieves. Cómo no me voy a acordar de ti. Si eres de lo que no se olvida... Eras suavecita. Me acuerdo. Te siento todavía aquí en mis brazos. Suavecita. Blanda. El olor del vestido con que salías averme olía a alcanfor. Y te arrejuntabas mucho conmigo. Te repegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos. Me acuerdo.
-No sigas diciendo cosas, Lucas. Ayer me confesé y tú me estás despertando malos pensamientos y me estás echando el pecado encima.
-Me acuerdo que te besaba en las corvas. Y que tú decías que allí no, porque sentías cosquillas. ¿Todavía tienes hoyuelos en la corva de las piernas?
-Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no te perdornará lo que hiciste conmigo. Lo pagarás caro.
-¿Hice algo malo contigo? ¿Te traté acaso mal?
-Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí delante de la gente. Pero para que te lo sepas lo tuve que tirar. Era una cosa así como un pedazo de cecina. ¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre no era más que un vaquetón?
-¿Conque eso pasó? No lo sabía. ¿No quieren otra poquita de agua de arrayán? No me tardaré nada en hacerla. Espérenme nomás.
Y me fui otra vez al corral a cortar arrayanes.Y allí me entretuve lo más que pude, mientras se le bajaba el mal humor a la mujer aquella. Cuando regresé ya se había ido.
-¿Se fue?
-Si, se fue.- La hiciste llorar.
-Sólo quería platicar con ella nomás por pasar el rato. ¿Se han fijado cómo tarda en llover? allá en Amula ya debe haber llovido, ¿no?
-Si, anteayer cayó un aguacero.
-No cabe duda de que aquel es un buen sitio.
Llueve bien y se vive bien. A fe que aquí ni las nubes se aparecen. ¿Todavía es Rogaciano el presidente municipal?
-Si, todavía.
-Buen hombre ese Rogaciano.
-No. Es un maldoso.
-Puede que tengan razón. ¿Y qué me cuentan de Edelmiro, todavía tiene cerrada su botica?
-Edelmiro murió. Hizo bien en morirse, aunque me está mal el decirlo; pero era otro maldoso. Fue de los que le echaron infamias al Niño Anacleto. Lo acusó de abusionero y de brujo y engañabobos. De todo eso anduvo hablando en todas partes. Pero la gente no le hizo caso y Dios lo castigó. Se murió de rabia como los huitacoches.
-Esperemos en Dios que esté en el infierno.
-Y que no se cansen los diablos de echarle leña.
-Lo mismo que a Lirio López, el juez, que se puso de su parte y mandó al Santo Niño a la cárcel.
Ahora eran ellas las que hablaban. Las deje decir todo lo que quisieran. Mientras no se metieran conmigo, todo iría bien. Pero de repente se les ocurrió preguntarme:
-¿Quieres ir con nosotras?
-¿ A dónde?
-A Amula. Por eso venimos. Para llevarte.
Por un rato me dieron ganas de volver al corral.Salirme por la puerta que da al cerro y desaparecer.¡Viejas infelices!
-¿Y qué diantres Voy a hacer yo a Amula?
-Queremos que nos acompañes en nuestros ruegos. Hemos abierto, todas las congregantes del Niño Anacleto, un novenario de rogaciones para pedir que nos lo canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos para que sirvas de testimonio. El señor cura nos encomendó le lleváramos a alguien que lo hubiera tratado de cerca y conocido de tiempo atrás, antes que se hiciera famoso por sus milagros. Y quién mejor que tú,que viviste a su lado y puedes señalar mejor que ninguno las obras de misericordia que hizo. Por eso te necesitamos, para que nos acompañes en esta campaña.
¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.
-No puedo ir -les dije -. No tengo quien me cuide la casa.
-Aquí se van a quedar dos muchachas para eso,lo hemos prevenido. Además está tu mujer.
-Ya no tengo mujer.
-¿Luego la tuya? ¿La hija del Niño Anacleto?
-Ya se me fue. La corrí.
-Pero eso no puede ser. Lucas Lucatero. La pobrecita debe andar sufriendo. Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y lo bonita. ¿Para dónde la mandaste, Lucas? Nos conformamos con que siquiera la hayas metido en el convento de las Arrepentidas.
-No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy seguro de que no está con las Arrepentidas; le gustaban mucho la bulla y el relajo. Debe de andar por esos rumbos, desfajando pantalones.
-No te creemos, Lucas, ni así tantito te creemos. A lo mejor está aquí, encerrada en algún cuarto de esta casa rezando sus oraciones. Tú siempre fuiste muy mentiroso y hasta levantafalsos. Acuérdate,Lucas,de las pobres hijas de Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo porque la gente les chiflaba la canción de Las güilotas cada vez que se asomaban a la calle, y sólo porque tú inventaste chismes. No se te puede creer nada a ti, Lucas Lucatero.
-Entonces sale sobrando que yo vaya a Amula.
-Te confiesas primero y todo queda arreglado.
¿Desde cuándo no te confiesas?
-¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces meconfesé hasta por adelantado.
-Si no estuviera de por medio que eres el yerno del Santo Niño, no te vendríamos a buscar, contimás te pediriamos nada. Siempre has sido muy diablo, Lucas Lucatero.
-Por algo fui ayudante de Anacleto Morones.Él sí que era el vivo demonio.
-No blasfemes.
-Es que ustedes no lo conocieron.
-Lo conocimos como santo.
-Pero no como santero.
-¿Qué cosas dices, Lucas?
-Eso ustedes no lo saben; pero él antes vendía santos. En las ferias. En la puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el tambache.
"Por allí íbamos los dos, uno detrás de otro, de pueblo en pueblo. El por delante y yo cargándole el tambache con las novenas de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San Pascual, que pesaban cuandomenos tres arrobas.
"Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto estaba arrodillado encima de un hormiguero, enseñándome cómo mordiéndose la lengua no pican las hormigas. Entonces pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se pararon a ver la curiosidad aquella. Preguntaron: ¿Cómo puedes estar encima del hormiguero sin que te piquen las hormigas?
"Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir que acababa de llegar de Roma, de donde traía un mensaje y era portador de una astilla de la Santa Cruz donde Cristo fue crucificado.
"Ellos lo levantaron de allí en sus brazos. Lo llevaron en andas hasta Amula. Y allí fue el acabóse; la gente se postraba frente a él y le pedía milagros.
"Ese fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la boca abierta, mirándolo engatusar al montón de peregrinos que iban a verlo."
-Eres puro hablador y de sobra hasta blasfemo.
¿Quién eras tú antes de conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo rico. Te dio lo que tienes. Y ni por eso te acomides a hablar bien de él. Desagradecido.
-Hasta eso, le agradezco que me haya matado el hambre, pero eso no quita que él fuera el vivo diablo. Lo sigue siendo, en cualquier lugar donde esté.
-Está en el cielo. Entre los ángeles. Allí es donde está, más que te pese.
-Yo sabía que estaba en la cárcel.
-Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desapareció sin dejar rastro. Ahora está en el cielo en cuerpo y alma presentes. Y desde allá nos bendice. Muchachas, ¡arrodíllense! Recemos el "Penitentes somos, Señor" para que el Santo Niño interceda por nosotras.
Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada padrenuestro el escapulario donde estaba bordado el retrato de Anacleto Morones.
Eran las tres de la tarde.
Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y comerme unos tacos de frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban cinco mujeres.
-¿Qué se hicieron las otras? -les pregunté. Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en sus bigotes, me dijo:
-Se fueron. No quieren tener tratos contigo.
-Mejor. Entre menos burros más olotes.
¿Quieren más agua de arrayán?
Una de ellas, la Filomena que se había estado callada todo el rato y que por mal nombre le decían la Muerta, se culimpinó encima de una de mis macetas y, metiéndose el dedo en la boca, echó fuera toda el agua de arrayán que se había tragado, revuelta con pedazos de chicharrón y granos de huamúchiles.
-Yo no quiero ni tu agua de arrayán, blasfemo.,Nada quiero de ti.
Y puso sobre la silla el huevo que yo le había regalado: -¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy.
Ahora sólo quedaban cuatro.
-A mí también me dan ganas de vomitarme dijo la Pancha. Pero me las aguanto. Te tenemos que llevar a Amula a como dé lugar.
"Eres el único que puede dar fe de la santidad del Santo Niño. El te ha de ablandar el alma. Ya hemos puesto su imagen en la iglesia y no sería justo echarlo a la calle por tu culpa."
-Busquen a otro. Yo no quiero tener vela en este entierro.
-Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el fruto de su santidad. En ti puso él sus ojos para perpetuarse.
Te dio a su hija.
-Sí, pero me la dio ya perpetuada.
-Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucatero
-Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses cuando menos.
Pero olía a santidad.
Olía a pura pestilencia. Le dio por enseñarles la barriga a cuantos se le paraban enfrente, sólo para que vieran que era de carne. Les enseñaba su panza crecida, amoratada por la hinchazón del hijo que llevaba dentro. Y ellos se reían. Les hacía gracia. Era una sinvergüenza. Eso era la hija de Anacleto Morones.
-Impío. No está en ti decir esas cosas. Te vamos a regalar un escapulario para que eches fuera al demonio.
-... Se fue con uno de ellos. Que dizque la quería. Sólo le dijo: "Yo me arriesgo a ser el padre de tu hijo".Y se fue con él.
-Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la conseguiste regalada. Tú fuiste el dueño de esa riqueza nacida de la santidad.
-¡Monsergas!
-¿Qué dices?
-Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el hijo de Anacleto Morones.
-Eso tú lo inventaste para achacarle cosas malas. Siempre has sido un invencionista.
-¿Sí? Y qué me dicen de las demás. Dejó sin virgenes esta parte del mundo, valido de que siempre estaba pidiendo que le velara sueño una doncella.
-Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarse con el pecado. Quería rodearse de inocencia para no manchar su alma.
-Eso creen ustedes porque no las llamó.
-A mi sí me llamó -dijo una a la que le decían Melquiades-. Yo le velé su sueño.
¿Y qué pasó?
-Nada. Sólo sus milagrosas manos me arroparon en esa hora en que se siente la llegada del frío. Y le di gracias por el calor de su cuerpo; pero nada más.
-Es que estabas vieja. A él le gustaban tiernas; que se les quebraran los guesitos; oír que tronaran como si fueran cáscaras de cacahuate.
-Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Uno de los peores.
Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno llorido. La vieja más vieja de todas. Tenía lagrimas en los ojos y le temblaban las manos:
-Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfandad, volví a encontrar a mi padre y a mi madre en él. Se pasó la noche acariciándome para que se me bajara mi pena.
Y le escurrían las lágrimas.
-No tienes, pues, por qué llorar -le dije.
-Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado sola. Huérfana a esta edad en que es tan dificil encontrar apoyo. La única noche feliz la pasé con el Niño Anacleto, entre sus consoladores brazos.Y ahora tú hablas mal de él.
-Era un santo.
-Un bueno de bondad.
-Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.
-Me heredó un costal de vicios de los mil judas.
Una vieja loca. No tan vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno es que se fue. Yo mismo le abrí la puerta.
­¡Hereje! Inventas puras herejías.
Ya para entonces quedaban solamente dos viejas. Las otras se habían ido yendo una tras otra, poniéndome la cruz y reculando y con la promesa de volver con los exorcismos.
-No me has de negar que el Niño Anacleto era milagroso -dijo la hija de Anastasio -. Eso sí que no me lo has de negar.
-Hacer hijos no es ningún milagro. Ese era su fuerte.
-A mi marido lo curó de la sífilis.
-No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de Anastasio el peluquero? La hija de Tacho es soltera, según yo sé.
-Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy senorita, pero soy soltera.
-A tus años haciendo eso, Micaela.
-Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de senorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.
-Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.
-Sí, él me aconsejó que lo hiciera, para que se me quitara lo hepático. Y me junté‚ con alguien. Eso de tener cincuenta anos y ser nueva es un pecado.
-Te lo dijo Anacleto Morones.
-El me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa; a que vayas con nosotras y certifiques que él fue un santo.
-¿Y por qué no yo?
-Tú no has hecho ningún milagro. El curó a mi marido. A mí me consta. ¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?
-No, ni la conozco.
-Es algo así como la gangrena. El se puso amoratado y con el cuerpo lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que todo lo veía colorado como si estuviera asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía ardores que lo hacían brincar de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó. Lo quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en las heridas y, sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.
-Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo curaron con saliva cuando era chiquito.
-Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.
-Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era peor que yo.
-El te trató como si fueras su hijo. Y todavía te atreves... Mejor no quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas, Pancha?
-Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo sola.
-Oye, Francisca, ora que se fueron todas, te vas a quedar a dormir conmigo, ¿verdad?
-Ni lo mande dios ¿ que pensara la gente? Yo lo que quiero es convencerte.
-Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué pierdes. Ya estás revieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el favor.
-Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego pensarán mal.
-Qué piensen lo que quieran. Qué más da. De todos modos Pancha te llamas.
-Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que amanezca. Y eso si me prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles que me pasé la noche ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?
-Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los bigotes. Te voy a traer las tijeras.
-Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.
-Bueno, como tú quieras.
Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a las gallinas y a juntar otra vez las piedras que yo había desparramado por todo el corral, arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.
Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto Morones. Ni que se había muerto el mismo día que se fugó de la cárcel y vino aquía reclamarme que le devolviera sus propiedades.'' Llegó diciendo: -Vende todo y dame el dinero porque necesito hacer un viaje al Norte. Te escribiré desde allá y volveremos a hacer negocio los dos juntos.
-¿Por qué no te llevas a tu hija? -le dije yo. Eso es lo único que me sobra de todo lo que tengo y dices que es tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus malas mañas.
-Ustedes se irán después, cuando yo les mande avisar mi paradero. Allá arreglaremos cuentas.
-Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez. Para quedar de una vez a mano.
-No estoy para estar jugando ahorita -me dijo. Dame lo mío. ¿Cuánto dinero tienes guardado?
-Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las de Caín con la sinverguenza de tu hija. Date por bien pagado con que yo la mantenga.
Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse...
"¡Que descanses en paz, Anacleto Morones!", dije cuando lo enterré, y a cada vuelta que yo daba al río acarreando piedras para echárselas encima: No te saldras de aquí aunque uses de todas tus tretas."
Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el peso de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba Anacleto y que yo hacía aquello por miedo de que se saliera de su sepultura y viniera de nueva cuenta a darme guerra. Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo de revivir y salirse de allí.
-Echale más piedras, Pancha. Amontónalas en este rincón, no me gusta ver pedregoso mi corral. Después ella me dijo, ya de madrugada:
-Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una?
-¿Quién?
-El Niño Anacleto. El sí que sabía hacer el amor.

sábado, 29 de septiembre de 2007

Lectura 7




HIPERBREVEDAD



Planteamiento, nudo y desenlace.
(Choan Gálvez)
Tres náufragos y tres melones en una balsa.
El tiempo se agota.
Los náufragos son devorados.

El globo
(Miguel Saiz Álvarez)
Mientras subía y subía, el globo lloraba al ver que se le escapaba el niño.

El hombre invisible
(Gabriel Gimenez Emán)
Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.

Mal entendido
(Mirta Castro) Yo entendí que eran tres puntos suspensivos, pero ella insiste en que eran tres veces punto final.



Despertar.
(Norberto Costa) Despertó cansado, como todos los días. Se sentía como si un tren le hubiese pasado por encima. Abrió un ojo y no vio nada. Abrió el otro y vio las vías.



Enamorados. (Choan Gálvez)
Una pareja de enamorados se besa en la playa al atardecer.
Un comelucas los observa: sonríe enternecido y se come a Lucas.

Frustración
(Eloy Mon)
No podía matarla. No podía matarla.
No podía matarla. Ya estaba muerta.

Sin escape.
"Huyamos, los cazadores de letras est-n aqu-"

domingo, 23 de septiembre de 2007

Lectura 6.


VIDAS ANÓNIMAS



Vidas anónimas (I)


Habían pasado muchos años desde que la flor de la vida se marchitó para ella. Él tenía ya 87 años. No se conocían, nunca se habían visto. Coincidieron por casualidad en aquella playa, los dos solos. No acertaría a decir quien dio el primer paso, pero cuando se acercaron, descubrieron que se amaban desde antes de nacer. Se juraron que nunca más estarían solos. El murió a los pocos meses, el diganóstico fue la vejez. La causa, tal vez, la soledad pasada. Ella apenas vivió un año más. El dignóstico fue ahogamiento. La causa, la soledad presente.




Vidas anónimas (II)



Nos cruzamos por casualidad, en la Gran Vía. Era ya tarde para pasear y temprano para ir borrachos. Fingimos conocernos.


- !Hola!


- !Hola!


Tras cinco minutos de conversación ficcticia, decidimos despedirnos.


-Bueno, me alegro de verte, pero tengo que irme- dije yo.


-Yo también me alegro de verte.- respondiste.


-Parece mentira que llevase toda mi vida sin verte.


En efecto, por cinco minutos nos conocimos y fuimos viejos amigos. Por cinco minutos mostramos lo fácil que es añorar a alguien, aunque en realidad sea mentira.


sábado, 15 de septiembre de 2007

Lectura 5.



El gato negro*
Edgar Allan Poe



No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!


* Traducción de Julio Cortázar.